viernes, 18 de enero de 2013

Relato Corto

Tanto tiempo sin escribir tenía una explicación, y es que, ayudandome ciertamente de la inspiración que me supone escribir en este blog he creado una pequeña historia que espero que os guste, alla va;



La última carta

Francia, Paris.
La ciudad de Paris. Una calle bañada por la niebla y un museo ardiendo. Estaba solo en medio de la ciudad del Senna. Calles empedradas en la madrugada brillan por el naranja de las farolas. Se vislumbran sombras negras, pues la niebla juega entre las formas. Y no acabo de entender lo que veo. Me caigo desplomado al suelo. Alguien me ha golpeado en la cabeza y lo último que recuerdo son sus pasos corriendo, alejándose. Con la cabeza recostada en sangre y ojos secos, veo la Torre Eiffel ardiendo. ¡De fondo suena melodía Jazz!

Barcelona, 16:00 pm
Desperté.  Estaba en una habitación lúgubre. En una Barcelona triste por la falta de empleo y la precariedad. Estaba en casa sin saber cómo había llegado. Por aquel entonces yo estaba desangelado. Sonaba mi antiguo despertador con la emisora de RN3 en la que solía hacer radio años atrás. Antes del incidente. Apague la melodía y me quede despierto mirando hacia la puerta. -Hoy es el día-me dije-.

Me incorporé lentamente y abrí la ventana. Luego, me senté postrado en mi cama desecha y sucia. Ya nada importaba. No tenía horario, comía a deshoras y en fin. Ya nadie sabía mucho de mí. Decidí llevar la carga a mi manera. Sin molestar. El sol, que entraba por la ventana, me calentaba la espalda desnuda y fue entonces cuando decidí abrir el portátil. Sin pensarlo demasiado, y sin dejar que mis neuronas recuperaran su baremo por la noche pasada, me encendí un cigarrillo y empecé a escribir una carta. Pasé varias horas delante de una pantalla en blanco sin saber cómo empezar. Querida Elisabeth…-empecé-.




Por aquel entonces había publicado mi primera novela. Siempre he sido famoso por internet. La gente del mundillo me suele reconocer. Empecé con un simple blog en la red con trece años. Explicaba historias inventadas de profesores y  habladurías acerca de como nos escondíamos en los lavabos cuando sonaba la campana. El timbre ensordecedor indicaba, soberanamente, la vuelta de los chiquillos a clase. Nosotros, nos quedábamos allí, escondidos, con la adrenalina por las nubes. Éramos unos chavales imbéciles la verdad

El libro fue un éxito, direccioné mi carrera literaria a los relatos cortos y luego a novelas juveniles con bastante sexo explícito, alcohol y drogas, he de añadir. Me solían decir que tenía un nivel mucho más alto como para perder el tiempo escribiendo esos tontos tomos para adolescentes.

En realidad, solo pensaba en sacar partido a mi supuesto talento y ganar dinero. –No has madurado mucho desde el instituto- solía decirme mi novia, Elisabeth-. –Pero me gustas así-. Solía endulzarme. Me encantaba cuando me lo decía, con ese tono. A decir verdad, ella había sido lo único que me había mantenido fuera de las calles. Ella era, aunque suene a tópico, mi ángel de la guarda.

Más tarde, después de reflexionar acerca de mi pasado, me incorporé y me levanté de la cama. Abrí la puerta y me dirigí al salón, donde, me encontré todo desordenado en la penumbra. Era tarde. El tiempo invernal es así. Los días en mi rutina no lucían muy bien con el sol. Nos entendíamos mejor con horarios diferentes y, como todos los buenos días que me acontecían últimamente, despedí los últimos rayos de luz que se escondían entre los edificios ladrillados y la sutil neblina de contaminación que bañaba las colinas del Raval. Después, contemple el pequeño sofá; emergiendo entre la sombra clamando por mi lugar, me senté y encendí la mitad del cigarrillo que descansaba sobre el borde del cenicero. Mientras el fuego arrasaba la punta y absorbía el humo, me di cuenta de que aquello no era propiamente tabaco, era el rastro de mi lamento. Allí tumbado, entre ruido de tráfico y una ligera melodía “blues” proveniente de la calle. Comencé a desdibujarme y a ensoñar.

Jugando entre las butacas acolchadas se reflejaban láseres en el humo provenientes del teatro. Había un peculiar ambiente de fiesta en París. Entre pijos refinados y cigarrillos de Gardel nos encontrábamos Elisabeth y yo. Aguardando lo que sería la gran presentación de mí novela.
-Cariño, este lugar es muy delirante, mira ese señor con el sombrero ¿se cree que aún estamos en la belle epoque de la década de los veinte? Estoy cansado de la gente estancada en el pasado. Lo mejor de aquella época eran las películas porno y míralos ahora. Estábamos sentados, Elisabeth y yo. Contemplando la noche parisina desde alguna mesa en un famoso cabaret del barrio bohemio de Montmartre.
- No seas así, tenemos que ser educados, mira como nos están mirando esa pareja-     ubicando con la mirada la mesa de las trece-.
- No es culpa mía que tenga un público tan estúpido. Francamente hay que ser algo especial para pagar por mis libros y, a decir verdad, nos están subvencionando la cena y el espectáculo.

Fue entonces cuando la gala dio comienzo sobre el gran escenario logrado a base de tiras rojas de tela y adornos minimalistas. Un hombre con el traje oportuno se detuvo en frente del micrófono para relatar el discurso de presentación que daría paso a mi entrada. –Un montón de periodistas buscarán saber historias relacionadas con mis libros- murmuré hacia a mis adentros. Nunca ha aceptado que mis libros fuesen ciertamente autobiográficos. Y respeto a ese maldito discurso –Al fin y al cabo, si algo se me daba bien era escribir, y solo tenía que leer-.

Fue un éxito, me deje llevar por mi famoso carisma y la muchedumbre clamó en un aplauso atronador. Al fin la maldita gala había terminado y tenía toda la noche para pasarla junto a mi querida Elisabeth. Salimos por el gran porticón. Entre cámaras, flases y algún que otro autógrafo para alguna alma perdida, cogimos un taxi dirección Montparnasse. Había que descubrir los placeres de la ciudad del glamour así que, -vamos a emborracharnos- dije-.


Más tarde, ya tocando al final de la noche, descansábamos sobre la barra americana de roble. Estábamos borrachos, pero embriagados por las emociones y la dulzura que nos profesábamos. Estábamos subidos en una nube. Al fin nos iban bien las cosas; todo iba bien entre Elisabeth y yo, teníamos dinero y podíamos hacer planes; comprarnos una casa con jardín y una valla blanca de esas que veíamos en Sarria e incluso estaba dispuesto a satisfacer las fantasías de Elisabeth regalándole la mitad del maldito catálogo de Ikea a su placer. No sé si fue el destino, pero un simple acto biológico, natural e intransigente se apoderó de mí. -Los pequeños detalles marcan la diferencia- me habían repetido hasta el agotamiento durante mi educación-. Así que, sin saber bien que ocurriría minutos más tarde. Me fui a mear. 

A la vuelta, enfocando mi ubicación, y con la sensación esclarecedora de quien sale del baño en medio de un bar, lo vi. Nunca lo olvidaré, un hombre hablando con Elisabeth en el mismo taburete que yo ocupaba minutos antes. Recuerdo todos y cada uno de sus rasgos. Alto, moreno, recién afeitado, pelo largo engominado hacía atrás, ojos marrones y, lo peor de todo, aires de quien entiende que lo tiene todo bajo control.

Nunca me he dado por un hombre celoso, pero no soy imbécil, y sabía de la atracción que Elisabeth evocaba sobre los hombres. Era la envidia de los bares y allí donde iba todos me miraban con recelo. Era una sensación maravillosa. Así que me dispuse a acercarme y conocer aquel individuo de patillas perfiladas y ojos  ardientes de deseo clavados en los pechos de mi novia. Fue entonces, cuando hice el primer gesto de avance, que ella le arrojó el vaso de whiskey a la cara entre risas de la muchedumbre. El gesto fue inminente. El, cargado de rabia por la humillación, le propino un tortazo en toda la cara y la vi sangrar. A partir de ahí, debo decir, que perdí el control. No sé si fue el alcohol o la adrenalina que subió por mi estómago hasta la cabeza, que me borro la conciencia. Lo tuve claro; salté sobre ese hombre y comenzamos a pelear. Llegado el momento, me coloqué encima de él inmovilizando al susodicho con mis muslos. Un par o tres de puñetazos en la sien bastaron para entender que ese hombre ya no se movía y sangraba ligeramente por el oído. Una sensación de miedo y rabia se apoderó de mi cuando dos policías me detuvieron. Fue en ese preciso instante cuando lo entendí. Había destrozado mi vida en cuestión de segundos. Y he de añadir, que lo que claramente me destrozo el corazón, fue ver a Elisabeth mirándome con los ojos impregnados en sangre y llorando. Entre sirenas de policía y lluvia, desaparecí en la niebla.

Las semanas siguientes fueron mi escarmiento, el hecho de estar alejado de ella me afecto más de lo que jamás hubiese supuesto. Al parecer, por buen comportamiento y gracias a las autoridades me repatriaron a Barcelona con arresto domiciliario. A mi llegada a la ciudad condal ya nada volvió a ser igual. Mis amigos, mi familia y Elisabeth me dejaron de lado, pues la noticia había dado la vuelta al mundo; “un escritor asesina brutalmente a un hombre en París después de la gala de presentación de su primera y exitosa novela”. Cabe remarcar que esa fue la puntilla que consagró la novela como un best-seller. El arresto domiciliario solo acabaría el día en que las autoridades me viniesen a buscar para el juicio. Que a decir verdad, ya estaba pactado. Iría a la cárcel por asesinato; veinticinco años.  Y allí, entre la penumbra de los días que transcurrían sin darme cuenta, fui esperando hasta día de hoy. Anonadado por la televisión y los recuerdos.

Entonces, volví a mi consciencia y realidad. Era tarde. Estaba tumbado en el sofá de mi viejo apartamento del Raval. Sentía una ligera presión en mi cabeza pero aún tenía ciertos aires de lucidez. Sabía que en unas horas me vendrían a buscar y debía de estar allí;  preparado y perfumado para ser arrestado, como si se tratará de mi primera comunión, que nunca llegué a hacer, o la boda que nunca se propició. Fue entonces cuando me dije que debía volver a verla; me duché, me afeité y me vestí como, de hecho fué, el día de mi juicio final. Salí a la calle consciente de que eso podría suponer el fin de mis días de libertad. Compré un ramo de flores y pensé en dejarlo en la puerta de Elisabeth, en el barrio del Borne. Junto las flores dejaría la carta que relaté horas antes. Un vez lo hiciese, conduciría hasta perder la conciencia.




Más tarde, ya preparado para huir de aquel mundo que se había vuelto contra mí recordé las palabras que gustaba repetir con mi padre. Emulando las historias de Braveheart; podrían quitarme la vida, pero jamás la libertad. Y así, desaparecí entre la niebla de aquella madrugada. Con aires de melancolía, me despedí del barrio bohemio que me vio crecer y me enfrenté a la nueva aventura que estaba a punto de emprender.

Mientras conducía hacia el barrio gótico entre las calles empedradas del casco antiguo, barrido por la monotonía que supone conducir, el agotamiento por los nervios pasados y el temor de la incerteza que me esperaba, ensoñé durante un breve instante. Me vi levantándome del suelo empedrado de París. Entendí que mi sueño no acababa ahí. Lo que me dio un halo de esperanza. Vi mi cuerpo tendido en sangre. Lo miré con desdén y continué caminando bordeando el rio Senna mientras la Torre Eiffel acababa de consumirse entre las llamas.

Querida Elisabeth,

Lamento no ser lo suficientemente bueno para decírtelo a la cara. Y que no me dieras esa oportunidad. En fin, supongo que uno acaba por entenderlo. Desde que te fallé aquella noche no he podido dormir tranquilo. La culpa me ronda la cabeza todos los días y no es complicado saber que llevo toda una vida muriendo. Pues empecé a vivir cuando te conocí.

Estoy mejor, el tiempo pasa rápido y los días van y vienen. Los meses pasan y van y a veces, he de reconocer, que te olvido. Pero me culpo a mí mismo por hacerlo y más tarde, vuelves a mi más fuerte.




Aún me acuerdo de nosotros, paseando por el puerto de Barcelona. La primera vez que me atreví a darte la mano, y tú, aceptándola, la apretaste fuerte estrujando mis dedos entre los tuyos. Sentí por primera vez que todo cobraba sentido. Ese fue el mejor momento de mi vida sin dudarlo. El otro día lo soñé. Y maldecí los rayos de luz por despertarme y devolverme al infierno.

La sentencia fue más dura de lo que esperaba, sinceramente. Y entiendo que no quieras pasar más tiempo de tu vida con un recuerdo de lo que fui. Pero haré todo lo que este en mi mano para no volver a caer en el mismo error. Por cierto, mañana me vienen a buscar. Siempre que me perdones sabré donde encontrarte y si, aún te quedan fuerzas para verme, me regalaras un halo de esperanza.

Un perdedor que aún te quiere.


Saludos.





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