Se despertó en
una pequeña casita con el murmullo del riachuelo que cruzaba cerca de su
ventana. Estaba acostado con su mujer, aún se respiraba el incienso de aquella
noche y los pájaros empezaban a piolar cerca del tragaluz. Se levantó. Eran poco
más de las 7am y salió por la puerta. Se paseó por el matinal paisaje que le
ofrecían las montañas verdes y admiró el contrasté con el cielo, de un azul
turquesa tan intenso que le hizo emocionarse. Luego, vagando cerca de su portal
admiró como los tomates ya estaban rojos y decidió coger un par. Prepararía
algún sofrito para su mujer y disfrutaría del aroma de la cebolla friéndose en
aceite de oliva.
Se despertó en su
pequeño piso a la afueras de la ciudad. Era un barrio obrero, lleno de
trabajadores y gente modesta. Eran las 7am y el malestar que le provocaban las
drogas acabaría por matarle. Ese día se levantaría, desayunaría un café de
sobre rápidamente en el microondas e iría a reclamar la paga de su despido,
pues llevaba mucho tiempo detrás de ella y la hija de puta de recursos humanos
nunca se había dignado a recibirle. Encendió su viejo coche a la tercera. El
frio de ese invierno calaba hasta en el alma y nos dejaba deambulando por las
escarchadas calles de aquel barrio tan gris.
Entró en su
cabaña después del apacible paseo escuchando el canto de los pájaros. Su mujer
le esperaba en el portal de la cabaña y se fundieron en un abrazo, se besaron y
ella le susurró al oído –gracias por el
desayuno cariño, te quiero- más tarde le besó en la frente y salió a podar unas
flores que empezaban a sobresalir por la verja del portal. El hombre, entro en
la cocina de madera que se juró construir cuando era un joven idealista e
inquieto, y allí, entre hortalizas y plantas aromáticas, empezó a preparar el
arroz con todo el amor y cariño del mundo. Estaba en paz consigo mismo.
Entro por la
puerta de la empresa como un rayo. No dio ni los buenos días a sus antiguos
compañeros y se dirigió al ascensor. Choco con dos clientes pero ni se inmutó.
Tenía los ojos inyectados en sangre. El dinero, las deudas, su actual divorció,
la custodia de sus hijos… todo le daba vueltas y no podía sentir otra cosa que
odio por la vida que había escogido. O mejor aún, por la vida que no había
podido escoger. Abrió la puerta del despacho y apuntó con una pistola a la
directora de recursos humanos. –Dame mi puto dinero hija de puta o te vuelo la
cabeza- gritó entre la confusión de los oficinistas que no sabían cómo
reaccionar-. Muchos se echaron al suelo muertos de miedo.
Apago los fogones,
estaba todo listo, la mesa puesta y el vino encima. Comieron disfrutando de los
aromas y sabores de tan conjugado majar. Luego, entre risas por la entretenida
compañía que se ofrecían mutuamente se dispusieron a recoger la mesa y fregaron
juntos la vajilla. Más tarde, se acostaron en aras de una apacible siesta.
Hicieron el amor apasionadamente; sintiendo cada caricia, cada beso… los pájaros
seguían piolando por el tragaluz. Se durmieron cogidos de la mano y entrelazando
sus piernas, empezaron a soñar. Un día como otro cualquiera.
Apagó el
interruptor de la luz una vez cogió el cheque. Varios hombres de seguridad de
vislumbraban por el pasillo con linternas y perros. El hombre quedó acorralado
por las fuerzas policiales y les preguntó si acaso sabían porque hacían lo que
hacían. Uno de los agentes respondió -baje el arma por el amor de dios o nos
obligará a disparar- grito nervioso. El hombre, consciente de la gravedad en la
que se sumergía apuntó al policía y como un rayo varios disparos se cebaron en
el cuerpo de aquel pobre ser que yacía ya en el suelo con los ojos vidriosos e
inyectados en sangre. Una lágrima le bajo por el rostro. Dejó escapar un último
y leve suspiro.
Se despertó con
el sabor de un beso en los labios y el fuego recién encendido. – ¿Cariño quieres
ver una película? Con letras amarillas y en grande se leía; a film and screenplay by Quentín Tarantino.
Saludos.