martes, 20 de enero de 2015

El labrador

En la plaza mayor del pueblo todos esperaban aglutinados en el mismo rincón; cerca de la calle principal, una larga calle empedrada y polvorienta por donde pasaban los carruajes de los más bienaventurados señores de las tierras. En algún lugar de la España profunda esperaban desde primera hora de la mañana los campesinos, que en época de siega, aguardaban a que los labradores enviados por los caciques escogieran a dedo sus jornaleros. Por aquel entonces, José, un muchacho forjado en las tierras de cultivo desde bien pequeño, esperaba su momento entre la multitud.

Muchos chavales de aquella época no eran más que hijos de la postguerra, no habían tenido oportunidad de ir a la escuela y habían mamado del hambre, el esfuerzo y la injusticia. Su única enseñanza había sido la que la misma tierra, ganado y cultivo les había propiciado. Algunos, como José, tenían un don; la curiosidad. Por muy pobre que se fuera y por muy pocos recursos a los que se tuviera acceso, España venía de ser una República, prospera en algún momento de su historia y aunque herida de muerte aún se encontraban libros para quien aún se preocupara de encontrarlos. No había comida, pero aún se podían encontrar enciclopedias universales en iglesias destruidas, bibliotecas arrasadas o simplemente en muchas de las casas abandonadas que habían dejado en la miseria tanto bandos republicanos como nacionalistas a su paso.

Los carruajes levantaban el polvo y los caballos gemían entre la multitud. La subasta se llevaba a cabo rápido, pues la elección era rápida y despiadada. Primero empezaban los que más pagaban, el señor Don David Montoya venía en persona a elegir a los más fuertes y jóvenes y se los llevaba dejando a los más viejos, que trabajarían por un sueldo menor al mejor postor. Por aquel entonces no hace falta decir que no existía ningún tipo de protección para el trabajador, que estaba a merced de lo que empezaba a formarse como la sociedad capitalista moderna.

Entre todo aquel tumulto y jolgorio que se formaba entre la elección de los terratenientes destacaba un chico despreocupado sentado en una de las pilas de tierra. El, con su atuendo clásico, pantalones de trabajo, camisa y boina, observaba preocupado la tensión que se desarrollaba durante esos momentos. –Si tan solo alguien pudiera protegernos- pensó para sus adentros. José, era uno de esos chicos criados en el campo desde bien pequeños, sin padre ni tíos, apresados en la guerra por pertenecer activamente en el bando republicano en una zona dominada por la franja, ahora opresiva, de los falangistas de Franco. Pudo sobrevivir desde bien pequeño cuidando de su madre y sus hermanos, aún más pequeños que el, cuidando un campo de sandias que vendía o cambiaba en el mercado sin más ánimo de lucro que el de sobrevivir y dar de comer a su familia. Vivía en una de esas chozas construidas a base de piedras conglomeradas. Sus días pasaron entre la soledad del cerro seco en la árida tierra castellana, protegiendo de ladrones su cosecha y con la única compañía de un perro guardián y su gran tesoro; la enciclopedia universal. Allí, bajo el manteado cielo de estrellas estudiaba cada noche filosofía, astronómica, ciencia, historia, política y literatura.

José no tenía por qué preocuparse por adquirir un puesto entre los temporeros. El conocía bien a uno de los contratistas y tenía un acuerdo con él. Trabajaría siempre con el de sol a sol si le pagaban un duro más que el jornal máximo del labrador que más cobrara. De esta manera, se aseguraba tener una remuneración adaptada al mercado y a cambio ofrecía su experiencia y buen hacer, pero esto duraría bien poco.

José estaba comprometido con una chica del lugar e iba a casarse muy pronto. En el fondo él no estaba acostumbrado a trabajar para nadie, pues siempre había trabajado por su cuenta y ya tenía trazado un plan. Él siempre quiso trabajar la tierra por su cuenta, pero no contaba con las herramientas necesarias y sus suegros no tenían nada para ofrecerles como dote el día de su boda. El único lugar que ofrecía dinero no era otro que el Sindicato Católico, como no, una institución cristiana manejaba todo el poder económico de la zona, pero había un problema. Nunca comulgo con los ideales de la iglesia, y aunque creía en su patrona la virgen, nunca tuvo buena relación con los curas del lugar ni nunca se le vio por misa. Por esto que le comento a su suegro la situación.
-          
       Pero bueno José, ya va siendo hora que olvides todos esos ideales y comulgues con ellos, aunque solo sea esta vez –contestó con voz clara y firme el bueno de Arturo, pues así se llamaba-.
-           Lo sé, creo que tienes razón, pero nunca me han visto por misa y creo que no estoy muy bien visto por el sindicato –dijo José en un tono preocupado-.
-          Creo que deberías intentarlo, no vas a perder nada por hacerlo, háblalo con tu padre.

Efectivamente su padre aprobó la actuación y José dejó sus herramientas en casa, se cambió la camisa y desfilo calle abajo hasta el Sindicato Católico.
-           Pero bueno José, que sorpresa verte por aquí- exclamo el secretario que allí se encontraba-.
-           Aquí estoy, vengo porque tengo visto una mula en casa de Hernán y me pide por ella dos mil pesetas, y como comprenderás yo no dispongo de ellas.
-           ¡Ah! Es por eso que vienes entonces, no hay ningún problema José, solo voy a necesitar que me avales el préstamo y ¡podemos firmar ahora mismo! Pues en una semana podrás dispones de las dos mil pesetas que necesitas.
-           Pero, Juan –pues así se llamaba el santo secretario- Yo no dispongo de nadie que me avale, como podría yo…
-           ¡Basta! Firma aquí, te digo que ya tienes los avales
-             Que no, pero ¿de quién me estás hablando?

El bueno de José firmo y comprendió que los avales serian su suegro y su padre. Aunque él siempre supo que pagaría el préstamo y los intereses como así fue. Y así fue que sus dos avales se enteraron de su condición meses más tarde cuando el préstamo ya fue pagado.

Así fue que junto con una pequeña burra que poseía Arturo, las herramientas de campo y el arado que poseía el padre de José y el mulo de Hernán pagado a tocateja, José se convirtió en labrador autónomo. Así fue que se dirigió a casa de uno de los caciques más importantes de la zona, Don David Montoya.

José se dirigió a al caserón de los Montoya y pico a la puerta sin vacilar.
-           Buenas tardes Don David, ¿tiene usted un momento para hablar de negocios? Me gustaría pedirle labrar sus tierras.
-           Pero ¿Cómo es posible? Pero si tú eres uno de esos muchachos jornaleros de la plaza ¿desde cuándo tu eres labrador?
-           Desde este mismo instante si usted me deja arar sus tierras, dispongo de las bestias y las herramientas necesarias.

Y así fue que el joven José se convirtió en labrador y empezó sus labores como autónomo en las tierras de Don David Montoya.
Un día de trabajo, cuando el sol estaba en lo más alto apareció un hombre vestido con traje, muy bien aseado. Venía con un sobre en la mano.
-           ¡Buenos días¡ -Grito aquel hombrecillo con corbata –
-           Bueno días, que le trae por aquí, ¿se ha perdido? -contestó activamente José-.
-           ¿Es usted José? ¿Labrador de las tierras de Don David Montoya?
-           Yo mismo, ¿Qué ocurre? –respondió José con gesto altivo-
-           Soy el notario de los juzgados de la comunidad, se le reclama en el juicio como representante de los labradores.
-          ¿Cómo? Usted debe de estar confundido –expresó José en tono de burla-.
-           Lo único que sé es que usted debe de presentarse mañana en los juzgados, buenas tardes. –y se fue tan elegantemente fuera de lugar como llegó-

El día del juicio José se presentó enfrente del gabinete sin saber muy bien a quien se iba a enfrentar y allí le explicaron que había sido elegido entre el gremio para representar a los labradores en el caso de Don Eusebio Díaz. Un caso en el que los labradores exigían un dinero inicial al cacique para poder empezar el cultivo.

Antiguamente cuando un labrador cultivaba el barbecho el acuerdo era tan simple como que el cacique cedía parte de sus tierras para que fueran cultivadas a cambio de un tercio de la producción de la misma. No existía ningún convenio ni ley que regularizara las tierras por lo que cada comunidad tenía que luchar por cualquier tipo de derecho o reclamación. Era una práctica habitual por aquel entonces y ahora José se encontraba defendiendo a su gremio, que reclamaba una inversión inicial del cacique para empezar el trabajo en las tierras acordadas. Los labradores se quejaban de que les suponía un gasto importante empezar a limpiar la tierra antes de ni siquiera poder ararla con sus bestias, y pensaban que este esfuerzo debía ser financiado por el propietario.

En el estrado se encontraba ya el señor Don Eusebio, que a orden del juez le hizo anotar y calcular en un papel la suma del dinero que él creía que debían percibir los labradores. Acto seguido el juez ordenó a José que anotara la cantidad que él creía conveniente el otro trozo de folio. Así pues, cuando los dos acabaron, el juez ordenó a Don Eusebio que procediera a mostrar la cifra que él había calculado.

-          Que le parece la cifra José ¿está de acuerdo? –le pregunto el juez una vez expuesto el papel de Don Eusebio Díaz-.
-           Me parece, que con todos mis respetos a Don Eusebio Díaz, se debe de haber equivocado en la suma, pues no puede ser que estemos tan sumamente alejados el uno del otro. –se hizo un silencio sepulcral en la sala, nunca nadie había plantado cara de esa manera de un terrateniente-. –Invito al señor Díaz a que vuelta a sumar sus cifras.
-           ¡Efectivamente! Me he equivocado –pronunció Don Eusebio después de revisar vilmente sus cálculos-
-           Con todos mis respetos señor, sabía que usted no podía haberse equivocado, es muy bueno para los números.
-          Usted también, José –dijo con ironía y con un ligero toque irónico Don Eusebio Díaz. Pero existe un problema, de buen gusto pagare esa cifra entre otras cosas porque lo encuentro justo, pero ahora mismo yo no puedo hacer frente a esos pagos pues mi hija va a casar dentro de dos semanas con un hombre de Navas, y como todos ustedes saben es un hombre de mucho dinero. No puedo asegurar el dinero hasta que la boda se lleve a cabo.
-           Señor Don Eusebio Díaz –pronunció José- si esa es la causa de que no pueda pagarnos con paciencia esperaremos a que su hija casé y pueda así enfrentarse a los pagos que aquí hemos acordado-.
- Seguidamente Don Eusebio Díaz se levantó del estrado dando un golpe seco con la punta del bastón que hizo retumbar el eco de la sala. Acto seguido salió de la sala caminando serenamente hasta la salida.
En el pueblo no se hablaba de otra cosa;
-           ¡José! ¡La próxima vez que quieras acordar algo con un cacique pregunta primero si su hija está casada! –y exploto a reír-
-           ¡Muy bien José! Lo de hoy lo vamos a recordar siempre, ¡les has dejado las cosas claras!
Hacía semanas ya de lo ocurrido y los días pasaron apaciblemente a la espera de la respuesta de del terrateniente.
-           ¡José! Don Eusebio quiere hablar contigo, quiere que vayas a su casa – dijo un jornalero excitado –todos esperaban saber la conclusión a aquellos días de negociaciones-.
-           ¿A su casa? Todo quedo bien el claro el día del juicio, no tengo porque ir a casa de nadie a negociar-.
-           Vamos José, ves a su casa, a ver si arregláis este asunto de una vez por todas, debemos de empezar la siega la semana que viene.

Así pues, José se dirigió de nuevo a casa de uno de los terratenientes más poderosos de la comunidad, pero esta vez ya no era como un simple iniciado en el trabajo de labrador, sino como representante del gremio.
-          ¡Oh! –pronuncio don Eusebio en tono de exclamación-. Bienvenido sea Don José, por favor, pase a mi despacho – tan buen recibimiento no fue esperado por José, que rápidamente, y bajo la consigna de la antigua diplomacia empezó a tratar el asunto.
-           Me han comentado que quería verme
-           Sí, le he llamado para llegar a un acuerdo de una vez por todas, estamos condenados a entendernos –y le enseño un papel con una cifra generosa-.
-           Pero no soy yo quien debe de estar de acuerdo, son los labradores los que deben dar el visto bueno.
-          Créame José, si usted está de acuerdo con la cifra todos lo estarán.
-          Pero no podemos firmar nada sin…
-           José, no hay ni un solo jornalero o labrador que se atreva a hablar conmigo de cara, se lo que piensan los demás de usted y tenga por seguro que si usted está de acuerdo los demás lo estarán también.

Y así fue que por vez primera los trabajadores del campo ganaban una batalla a los caciques del pueblo. Desde aquel momento en adelante los trabajadores siguieron luchando por las condiciones de trabajo, pues José rompió la barrera y dio esperanza a que la balanza pudiera también inclinarse de vez en cuando a los que menos recursos tenían. Y todo gracias al don de la palabra que desde bien pequeño había trabajado.

Al año siguiente José no consiguió el permiso de ninguno de los terratenientes para cultivar sus tierras y se vio expulsado en cierta manera de la comunidad. Esto le llevo a aceptar una oferta de trabajo en Alemania, a raíz de un acuerdo del Gobierno con la república federal, que necesitaba trabajadores para sus fábricas. Allí se ganó durante un tiempo bastante bien la vida para volver a su patria. Por el camino conoció Barcelona, y como muchos otros, optó por llevarse a su familia a la capital catalana para que, y visto el valor que él conocía en la misma, sus hijos tuvieran una educación y quién sabe si llegar a la universidad.

Aún hay quien recuerda a José sentado en el pilón de arena observando a la multitud y a la vejez, aún hay quien le da las gracias cuando vuelve a su pueblo durante el verano. ¡José parece que aún no te separas de tus jornaleros! -Exclaman algunos cuando lo ven sentado en la plaza, reconvertida en bar restaurante –sonrisas-.

Saludos.




lunes, 19 de enero de 2015

Arde París!

Hace frio en las afueras de Paris, las calles están vacías y solo se mueven los gatos de vivienda en vivienda, saltando de entre las verjas a otras, o subiéndose a las ventanas atraídos por el resplandor de las mismas. Es la única luz entre las calles oscuras y los jardines húmedos. Es noche fría y cerrada, la luna brilla con fuerza entre unas nubes que se tornan blancas a su paso en un cielo que deja entrever alguna estrella. Algo alejado de la contaminación lumínica del centro de la ville. La vida en los hogares transcurre dentro de la rutina. Televisores, comida en la mesa, familias, animales de compañía y bastante silencio para el bullicio de una mentalidad latina. Es aquí, en este marco, donde empieza el principio del fin. 
Después de un tiempo todo se mira con más claridad. Las cosas pueden parecer mejores, peores, o, simplemente dejan de tener importancia.
¡Gooool! del Barça, los del Tata marcaban un 18 de febrero de 2013 contra el Manchester City en una eliminatoria de Champions League. Yo, recostado en mi silla de cañas y madera me acordaba de mis compañeros. ¡Ya verás hoy!, al Barça hoy le caen cinco, ¡el City esta increíble este año! Ingenuo de mí. En realidad sonreía cuando el partido se dio por finalizado. Ya buscaba mis argumentos para combatir mi optimismo, que, como muchas otras veces, me había traicionado. 
Fin de partido, estoy en una pequeña habitación en el sud de París, calefacción alta y la cama desecha. Me dispongo a comprobar si dispongo de la película que había puesto a descargar horas antes; una de Scarlett Johanson en un papel intranscendente interpretando una rabia más, una especie de comedia romántica que empiezo a ver sin ningún entusiasmo y con la única finalidad de matar el  tiempo e ir a dormir con sueño. Mi gran tarea pendiente aún hoy. Tengo pis. Paro el reproductor. Salgo de mi habitación.
Por aquel entonces yo vivía en un pequeño habitáculo, porque aquello no podía tener otro nombre. Era un pequeño cuarto adaptado por unas paredes finas de pladul situado en la parte baja de una casa muy antigua en la localidad parisina de Antony.  Abrí la puerta y entonces pude ver que había alguien al final del pasillo. Era de obligado cumplimiento pasar por allí, me había visto, aunque debo reconocer que no me gustaba cruzarme con según quienes personas de la casa puesto que nunca recibí muchas muestras de cariño y eso me llevaba a desconfiar de algunos de mis vecinos.
-Hi David! How are you? – escuche al otro lado de la puerta y con marcado acento francés. – I want you to know that i’m back and i’m fine, healthy and also… thank you very much for your messages supporting me and for the ukulele, that’s make my time on the hospital much better… 
-Hi  Alfred I’m glad to see you back here again… healthy… - Tengo que añadir que Alfred era una persona entrañable, una especie de artista burgués, un soñador capitalista, un filósofo de salón…BOBO, una persona con la que daba gusto conversar y con las que el tiempo pasa agradablemente, pero dentro de su dualidad, escondía muchos miedos, inseguridades, clichés, desconfianzas… en fin, los males del que nunca ha salido de su zona de confort. esa era extrañamente la misma sensación que recaía y extrapolaba en mí su persona cuando pensaba en él.
Me había encontrado a gusto hablando con él, quizás las cosas empiecen a mejorar –pensé- aunque no era consciente de hasta qué punto.
Seguidamente me di cuenta que dentro de su habitación estaba Susan, una chica colombiana que recuerdo con algún altibajo que otro, pero la cual aprendí a quererla y más después de las circunstancias que pasamos durante aquellos meses. 
Estábamos los tres juntos en el pasillo, hablando de la vuelta de Alfred y un poco conmocionados por lo que suponía que se hubiera recuperado y volviera a casa. Paso varias semanas en el hospital debatiéndose entre una situación delicada la cual le podría haber llevado a la muerte. Fueron semanas críticas para la familia y eso repercutió bastante en las energías del ambiente. Recuerdo que compré incienso  una semana antes para expulsar las malas vibraciones y quemar los demonios.
La cuestión es que llegamos a la puerta de mi habitación y yo la empuje para dar visión a mi pequeño pero acogedor cuarto. Alfred me trajo el ukulele agradeciéndome de nuevo el gesto. Pero cual fue la pequeña sorpresa cuando un olor extraño invadía el pequeño reciento de mi habitación. Rápidamente me di cuenta de que había unas gotas justo al lado de mi cama. Unas manchas en el suelo. Me agache para obsérvalas detenidamente debido al olor que emanaban.
-¡Es quitamanchas! – Exclamé- altamente tóxico, esto hay que quitarlo- y entonces me incorporé a buscar un papel o una servilleta con la que quitar las gotas líquidas impregnadas en el suelo.
- ¡Un momento David! -Interrumpió Alfred- creo que sé cómo puedo quitar estas manchas. Podemos prenderlas con un poco de fuego y evaporarlas. Yo ya lo he hecho alguna vez. Funciona créeme – añadió excitadamente.
El fuego que prendieron las gotas se mantuvo sospechosamente estático, bailando sobre el líquido inflamable y desafiándonos a la cara, como la llama de una vela al viento. Bailó durante unos segundos para dar paso al espectáculo más grande que he visto en mi vida. Repentinamente las gotitas impregnadas no eran tales, iban mucho más allá, seguían por debajo del armario hasta la misma botella y cual fue nuestra sorpresa al ver que la pequeña interprete había reservado algo mucho más elaborado. El fuego se desplazó rápidamente a la pared, haciendo que la mitad de la habitación ardiera en llamas. Traté de separar mi ropa, mis pertenencias, al mismo tiempo que a base de golpes y mantas intentábamos extinguir el fuego. En cuestión de segundos un humo negro inundo el techo de mi habitación y salimos del cuarto gritando y despertando a los demás vecinos de la casa. 
Coches de bomberos, sirenas, mantas, fuego y humo, mucho humo desprendido por las ventanas, golpes, cristales rotos, fugas, explosiones y más sirenas, gritos, llantos, mantas y ojos que no daban crédito. Manos en la cabeza, vecinos, policía y más llantos. Fue la noche más impactante de mi vida, algo cambio esa noche, pero ya nunca seriamos los mismos.
El paisaje de la casa ardiendo en la oscuridad era espectacular, subía el humo negro hacía el cielo, una gran cortina de gases subía hasta el cielo en forma de torre que iluminado por la luna debió de verse con expectación desde la mismísima Torre Eiffel. La silueta de una familia abrazada miraba entre sollozos y sin esperanza como ardían sus recuerdos.
Aquella misma noche, después de que unos vecinos nos dejaran algo de ropa de abrigo y un té caliente, nos subieron a un furgón de policía donde nos tomarían la documentación. Seguidamente nos trasladarían a un hospital cercano donde pasamos la noche enchufados a unas máquinas que nos limpiarían las vías respiratorias de posibles elementos tóxicos. Cuando acabaron de clavarme un par de inyecciones y montar el conveniente dispositivo me dejaron a oscuras en una camilla de hospital durante un par de horas. Cuando cerraron la luz por fin encontré la calma, pero he de confesar que fueron las dos horas más largas que he jamás he vivido. Todo empezaba a tomar forma en mi cabeza y así, repentinamente,  dispuse de demasiado tiempo solo para analizar la situación de lo que acababa de pasar.
Nada tenía sentido, hacía apenas unos minutos estaba en mi cuarto, ajeno a todo lo que pasaba y pensando en que tenía que hacer al día siguiente, pero ahora todo había cambiado. No existía manera alguna de volver hacia atrás, todo quedaba tan cercano en el tiempo, que no podía ser irreversible. Por un momento espere despertar, todo era demasiado surreal, seguro que me despertaría en mi cama, calentito, pensando en el mal trago que supuso la pesadilla. Pero no ocurría nada, no desperté nunca, era increíblemente real. Algunas mañanas me despertaba pensando en que todo seguía siendo una ensoñación. Y cuando era consciente, volvía a cerrar los ojos. Esperando creer que no había perdido todo.
Durante los días posteriores al accidente nos apoyamos bastante entre nosotros. Enfrente la desidia apareció el compañerismo. Habíamos perdido todo, y eso era, después de todo, lo único que teníamos en común. Cuando alguien pierde todo, su mente se queda en blanco. Desaparecen un montón de pensamientos innecesarios y se desvanecen las preocupaciones superficiales. Todo el mundo se para, y es entonces cuando puedes ver la realidad. No existe el dinero. Cuando tropiezas y bajas repentinamente unos cuantos peldaños en la pirámide de Maslow, al mismo tiempo que te golpeas la cabeza con cada uno de ellos, y sigues bajando tanto y tanto que cuando llegas abajo y miras para arriba desolado, te das cuenta que sigues vivo. Sí. Y es ahí, querido lector, cuando te replanteas si de verdad es necesario volver a escalar o, por el contrario, pasar de vivir tu vida escalando montañas cuando puedes caminar por la playa. Allí no hay escaleras.  
Aquellos días serían, lejos de ser un calvario, algunos de los días más bonitos que viví en París. Salí a la calle, después de desayunar en el hotel que me habían asignado por un periodo de tres días, y me encontré vestido con un chándal del equipo de rugby del barrio, el Racing Metro 92, más conocido por ser el equipo del jugador barbudo francés más mediático.
Esa sería mi equipación para la siguiente semana. Eso y mis manos, mis piernas, mi cabeza, y había sido convocado para salir de aquella situación. Nunca me sentí más libre por las calles de Paris que teniendo los bolsillos vacíos y saltándome a mi antojo las puertas del metro sin ningún resquemor. Era yo y la jungla. Me observaban turistas, nativos  y demás con extrañeza, pero con pasividad al fin y al cabo. Miraba a los vagabundos por igual y mi única comida al día serían los desayunos del buffet libre del hotel. Conseguí que me dejaran llamar desde la cabina de clientes bajo la mirada de sospecha del recepcionista, y llamé a mi trabajo, donde increíblemente me creyeron y donde más tarde me encontraría con el acto de altruismo más importante que jamás he recibido por parte de desconocidos. Allí encontré a mi verdadera familia francesa y me dieron fuerzas para que, pese a mis lamentables circunstancias, continuara adelante. Ya no me sentiría solo nunca más en aquel laberinto de sensaciones y egoísmo que tan sutilmente llaman en la películas; la ciudad de la luz.                                              
Los siguiente días fueron una batalla donde la mayoría de veces acababan en victoria. Tuve que pelearme para sacarme un pasaporte con el consulado y la embajada española. ¡Hijos de puta! ¡Puedo afirmar que si te estas muriendo de hambre ellos no te van a ayudar por mucho que pertenezcas a su país¡ Sin contar que casi no trabajan . El dinero es su bandera, y si no tienes, lo sienten mucho, pero no pueden ayudarte. Mismo si les das todas las pruebas del mundo, al final, el seguro me adelanto algún dinero para comprar ropa, comida y gestiones administrativas. Sí. Todo volvería a la normalidad excepto yo. Aprendería a saber que uno no necesita más que sus manos para vivir. Que no hace falta poseer ningún objeto para sentirse mejor con uno mismo. Siempre había escuchado esa clase de comentarios pero a partir de ese momento aprendí la práctica y creo que vivir por primera vez la sensación de perderlo todo me ha hecho ganar mucho. Eso me hizo crecer tanto que, aunque parezca extraño, llegué a pensar en las cosas buenas que me estaban pasando, y todo fue por insisto perderlo todo, por un accidente. Ardí y me recompuse de entre las cenizas.
Los meses allí me enseñaron mucho más que cualquier universidad y puedo decir que conocí París en su verdadera esencia. El Paris de los pobres, el del trabajo duro y la humildad. Muy lejos de las fotos de postales, anuncios o películas. El del sacrificio, el dolor, las pequeñas alegrías, el del valor de las cosas y sobretodo, el de la amistad verdadera. 
Pese a todo, deje de hacer lo que venía haciendo después de unos largos meses aprendiendo la lengua del país que más tarde dominaría. Durante un largo periodo tuve el hábito de leer, de escribir y componer canciones. Todo aquello me dio una lección vital, pero tuve que emplear mucha energía en sobrevivir y finalmente, y por falta de medios debo añadir, olvidé como se hacía
Si tengo que elegir una postal de París de entre todas las cosas bonitas que hay allí yo personalmente elegiría esta;