martes, 20 de enero de 2015

El labrador

En la plaza mayor del pueblo todos esperaban aglutinados en el mismo rincón; cerca de la calle principal, una larga calle empedrada y polvorienta por donde pasaban los carruajes de los más bienaventurados señores de las tierras. En algún lugar de la España profunda esperaban desde primera hora de la mañana los campesinos, que en época de siega, aguardaban a que los labradores enviados por los caciques escogieran a dedo sus jornaleros. Por aquel entonces, José, un muchacho forjado en las tierras de cultivo desde bien pequeño, esperaba su momento entre la multitud.

Muchos chavales de aquella época no eran más que hijos de la postguerra, no habían tenido oportunidad de ir a la escuela y habían mamado del hambre, el esfuerzo y la injusticia. Su única enseñanza había sido la que la misma tierra, ganado y cultivo les había propiciado. Algunos, como José, tenían un don; la curiosidad. Por muy pobre que se fuera y por muy pocos recursos a los que se tuviera acceso, España venía de ser una República, prospera en algún momento de su historia y aunque herida de muerte aún se encontraban libros para quien aún se preocupara de encontrarlos. No había comida, pero aún se podían encontrar enciclopedias universales en iglesias destruidas, bibliotecas arrasadas o simplemente en muchas de las casas abandonadas que habían dejado en la miseria tanto bandos republicanos como nacionalistas a su paso.

Los carruajes levantaban el polvo y los caballos gemían entre la multitud. La subasta se llevaba a cabo rápido, pues la elección era rápida y despiadada. Primero empezaban los que más pagaban, el señor Don David Montoya venía en persona a elegir a los más fuertes y jóvenes y se los llevaba dejando a los más viejos, que trabajarían por un sueldo menor al mejor postor. Por aquel entonces no hace falta decir que no existía ningún tipo de protección para el trabajador, que estaba a merced de lo que empezaba a formarse como la sociedad capitalista moderna.

Entre todo aquel tumulto y jolgorio que se formaba entre la elección de los terratenientes destacaba un chico despreocupado sentado en una de las pilas de tierra. El, con su atuendo clásico, pantalones de trabajo, camisa y boina, observaba preocupado la tensión que se desarrollaba durante esos momentos. –Si tan solo alguien pudiera protegernos- pensó para sus adentros. José, era uno de esos chicos criados en el campo desde bien pequeños, sin padre ni tíos, apresados en la guerra por pertenecer activamente en el bando republicano en una zona dominada por la franja, ahora opresiva, de los falangistas de Franco. Pudo sobrevivir desde bien pequeño cuidando de su madre y sus hermanos, aún más pequeños que el, cuidando un campo de sandias que vendía o cambiaba en el mercado sin más ánimo de lucro que el de sobrevivir y dar de comer a su familia. Vivía en una de esas chozas construidas a base de piedras conglomeradas. Sus días pasaron entre la soledad del cerro seco en la árida tierra castellana, protegiendo de ladrones su cosecha y con la única compañía de un perro guardián y su gran tesoro; la enciclopedia universal. Allí, bajo el manteado cielo de estrellas estudiaba cada noche filosofía, astronómica, ciencia, historia, política y literatura.

José no tenía por qué preocuparse por adquirir un puesto entre los temporeros. El conocía bien a uno de los contratistas y tenía un acuerdo con él. Trabajaría siempre con el de sol a sol si le pagaban un duro más que el jornal máximo del labrador que más cobrara. De esta manera, se aseguraba tener una remuneración adaptada al mercado y a cambio ofrecía su experiencia y buen hacer, pero esto duraría bien poco.

José estaba comprometido con una chica del lugar e iba a casarse muy pronto. En el fondo él no estaba acostumbrado a trabajar para nadie, pues siempre había trabajado por su cuenta y ya tenía trazado un plan. Él siempre quiso trabajar la tierra por su cuenta, pero no contaba con las herramientas necesarias y sus suegros no tenían nada para ofrecerles como dote el día de su boda. El único lugar que ofrecía dinero no era otro que el Sindicato Católico, como no, una institución cristiana manejaba todo el poder económico de la zona, pero había un problema. Nunca comulgo con los ideales de la iglesia, y aunque creía en su patrona la virgen, nunca tuvo buena relación con los curas del lugar ni nunca se le vio por misa. Por esto que le comento a su suegro la situación.
-          
       Pero bueno José, ya va siendo hora que olvides todos esos ideales y comulgues con ellos, aunque solo sea esta vez –contestó con voz clara y firme el bueno de Arturo, pues así se llamaba-.
-           Lo sé, creo que tienes razón, pero nunca me han visto por misa y creo que no estoy muy bien visto por el sindicato –dijo José en un tono preocupado-.
-          Creo que deberías intentarlo, no vas a perder nada por hacerlo, háblalo con tu padre.

Efectivamente su padre aprobó la actuación y José dejó sus herramientas en casa, se cambió la camisa y desfilo calle abajo hasta el Sindicato Católico.
-           Pero bueno José, que sorpresa verte por aquí- exclamo el secretario que allí se encontraba-.
-           Aquí estoy, vengo porque tengo visto una mula en casa de Hernán y me pide por ella dos mil pesetas, y como comprenderás yo no dispongo de ellas.
-           ¡Ah! Es por eso que vienes entonces, no hay ningún problema José, solo voy a necesitar que me avales el préstamo y ¡podemos firmar ahora mismo! Pues en una semana podrás dispones de las dos mil pesetas que necesitas.
-           Pero, Juan –pues así se llamaba el santo secretario- Yo no dispongo de nadie que me avale, como podría yo…
-           ¡Basta! Firma aquí, te digo que ya tienes los avales
-             Que no, pero ¿de quién me estás hablando?

El bueno de José firmo y comprendió que los avales serian su suegro y su padre. Aunque él siempre supo que pagaría el préstamo y los intereses como así fue. Y así fue que sus dos avales se enteraron de su condición meses más tarde cuando el préstamo ya fue pagado.

Así fue que junto con una pequeña burra que poseía Arturo, las herramientas de campo y el arado que poseía el padre de José y el mulo de Hernán pagado a tocateja, José se convirtió en labrador autónomo. Así fue que se dirigió a casa de uno de los caciques más importantes de la zona, Don David Montoya.

José se dirigió a al caserón de los Montoya y pico a la puerta sin vacilar.
-           Buenas tardes Don David, ¿tiene usted un momento para hablar de negocios? Me gustaría pedirle labrar sus tierras.
-           Pero ¿Cómo es posible? Pero si tú eres uno de esos muchachos jornaleros de la plaza ¿desde cuándo tu eres labrador?
-           Desde este mismo instante si usted me deja arar sus tierras, dispongo de las bestias y las herramientas necesarias.

Y así fue que el joven José se convirtió en labrador y empezó sus labores como autónomo en las tierras de Don David Montoya.
Un día de trabajo, cuando el sol estaba en lo más alto apareció un hombre vestido con traje, muy bien aseado. Venía con un sobre en la mano.
-           ¡Buenos días¡ -Grito aquel hombrecillo con corbata –
-           Bueno días, que le trae por aquí, ¿se ha perdido? -contestó activamente José-.
-           ¿Es usted José? ¿Labrador de las tierras de Don David Montoya?
-           Yo mismo, ¿Qué ocurre? –respondió José con gesto altivo-
-           Soy el notario de los juzgados de la comunidad, se le reclama en el juicio como representante de los labradores.
-          ¿Cómo? Usted debe de estar confundido –expresó José en tono de burla-.
-           Lo único que sé es que usted debe de presentarse mañana en los juzgados, buenas tardes. –y se fue tan elegantemente fuera de lugar como llegó-

El día del juicio José se presentó enfrente del gabinete sin saber muy bien a quien se iba a enfrentar y allí le explicaron que había sido elegido entre el gremio para representar a los labradores en el caso de Don Eusebio Díaz. Un caso en el que los labradores exigían un dinero inicial al cacique para poder empezar el cultivo.

Antiguamente cuando un labrador cultivaba el barbecho el acuerdo era tan simple como que el cacique cedía parte de sus tierras para que fueran cultivadas a cambio de un tercio de la producción de la misma. No existía ningún convenio ni ley que regularizara las tierras por lo que cada comunidad tenía que luchar por cualquier tipo de derecho o reclamación. Era una práctica habitual por aquel entonces y ahora José se encontraba defendiendo a su gremio, que reclamaba una inversión inicial del cacique para empezar el trabajo en las tierras acordadas. Los labradores se quejaban de que les suponía un gasto importante empezar a limpiar la tierra antes de ni siquiera poder ararla con sus bestias, y pensaban que este esfuerzo debía ser financiado por el propietario.

En el estrado se encontraba ya el señor Don Eusebio, que a orden del juez le hizo anotar y calcular en un papel la suma del dinero que él creía que debían percibir los labradores. Acto seguido el juez ordenó a José que anotara la cantidad que él creía conveniente el otro trozo de folio. Así pues, cuando los dos acabaron, el juez ordenó a Don Eusebio que procediera a mostrar la cifra que él había calculado.

-          Que le parece la cifra José ¿está de acuerdo? –le pregunto el juez una vez expuesto el papel de Don Eusebio Díaz-.
-           Me parece, que con todos mis respetos a Don Eusebio Díaz, se debe de haber equivocado en la suma, pues no puede ser que estemos tan sumamente alejados el uno del otro. –se hizo un silencio sepulcral en la sala, nunca nadie había plantado cara de esa manera de un terrateniente-. –Invito al señor Díaz a que vuelta a sumar sus cifras.
-           ¡Efectivamente! Me he equivocado –pronunció Don Eusebio después de revisar vilmente sus cálculos-
-           Con todos mis respetos señor, sabía que usted no podía haberse equivocado, es muy bueno para los números.
-          Usted también, José –dijo con ironía y con un ligero toque irónico Don Eusebio Díaz. Pero existe un problema, de buen gusto pagare esa cifra entre otras cosas porque lo encuentro justo, pero ahora mismo yo no puedo hacer frente a esos pagos pues mi hija va a casar dentro de dos semanas con un hombre de Navas, y como todos ustedes saben es un hombre de mucho dinero. No puedo asegurar el dinero hasta que la boda se lleve a cabo.
-           Señor Don Eusebio Díaz –pronunció José- si esa es la causa de que no pueda pagarnos con paciencia esperaremos a que su hija casé y pueda así enfrentarse a los pagos que aquí hemos acordado-.
- Seguidamente Don Eusebio Díaz se levantó del estrado dando un golpe seco con la punta del bastón que hizo retumbar el eco de la sala. Acto seguido salió de la sala caminando serenamente hasta la salida.
En el pueblo no se hablaba de otra cosa;
-           ¡José! ¡La próxima vez que quieras acordar algo con un cacique pregunta primero si su hija está casada! –y exploto a reír-
-           ¡Muy bien José! Lo de hoy lo vamos a recordar siempre, ¡les has dejado las cosas claras!
Hacía semanas ya de lo ocurrido y los días pasaron apaciblemente a la espera de la respuesta de del terrateniente.
-           ¡José! Don Eusebio quiere hablar contigo, quiere que vayas a su casa – dijo un jornalero excitado –todos esperaban saber la conclusión a aquellos días de negociaciones-.
-           ¿A su casa? Todo quedo bien el claro el día del juicio, no tengo porque ir a casa de nadie a negociar-.
-           Vamos José, ves a su casa, a ver si arregláis este asunto de una vez por todas, debemos de empezar la siega la semana que viene.

Así pues, José se dirigió de nuevo a casa de uno de los terratenientes más poderosos de la comunidad, pero esta vez ya no era como un simple iniciado en el trabajo de labrador, sino como representante del gremio.
-          ¡Oh! –pronuncio don Eusebio en tono de exclamación-. Bienvenido sea Don José, por favor, pase a mi despacho – tan buen recibimiento no fue esperado por José, que rápidamente, y bajo la consigna de la antigua diplomacia empezó a tratar el asunto.
-           Me han comentado que quería verme
-           Sí, le he llamado para llegar a un acuerdo de una vez por todas, estamos condenados a entendernos –y le enseño un papel con una cifra generosa-.
-           Pero no soy yo quien debe de estar de acuerdo, son los labradores los que deben dar el visto bueno.
-          Créame José, si usted está de acuerdo con la cifra todos lo estarán.
-          Pero no podemos firmar nada sin…
-           José, no hay ni un solo jornalero o labrador que se atreva a hablar conmigo de cara, se lo que piensan los demás de usted y tenga por seguro que si usted está de acuerdo los demás lo estarán también.

Y así fue que por vez primera los trabajadores del campo ganaban una batalla a los caciques del pueblo. Desde aquel momento en adelante los trabajadores siguieron luchando por las condiciones de trabajo, pues José rompió la barrera y dio esperanza a que la balanza pudiera también inclinarse de vez en cuando a los que menos recursos tenían. Y todo gracias al don de la palabra que desde bien pequeño había trabajado.

Al año siguiente José no consiguió el permiso de ninguno de los terratenientes para cultivar sus tierras y se vio expulsado en cierta manera de la comunidad. Esto le llevo a aceptar una oferta de trabajo en Alemania, a raíz de un acuerdo del Gobierno con la república federal, que necesitaba trabajadores para sus fábricas. Allí se ganó durante un tiempo bastante bien la vida para volver a su patria. Por el camino conoció Barcelona, y como muchos otros, optó por llevarse a su familia a la capital catalana para que, y visto el valor que él conocía en la misma, sus hijos tuvieran una educación y quién sabe si llegar a la universidad.

Aún hay quien recuerda a José sentado en el pilón de arena observando a la multitud y a la vejez, aún hay quien le da las gracias cuando vuelve a su pueblo durante el verano. ¡José parece que aún no te separas de tus jornaleros! -Exclaman algunos cuando lo ven sentado en la plaza, reconvertida en bar restaurante –sonrisas-.

Saludos.




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