Aqui os dejo un relato que por algún motivo inconsciente no puedo continuar, estoy seguro de que continuará cuando la misma historía me lo pida. Espero que os guste.
Saludos
L’avinguda de la llum – Parte I
Era
una noche fría para ser el mes de Abril, había quedado con unos amigos de la facultad.
Paseaba entre luces y abrigos de toda clase por el Paseo de Gracia de Barcelona,
la cita era en la parada de Plaza Catalunya, justo enfrente de las Ramblas. El
plan era perderse por las calles del Borne tomando unas copas para luego
abandonarnos a la suerte y a la magia de sus calles. Y allí, entre decenas de
acentos diferentes y gentes del mundillo del estraperlo, me encontré en un
corralito a toda la pandilla. Entre el gentío –Ya era hora Ferrán, estábamos a
punto de llamarte- exclamaron. Después de saludar más o menos cordialmente y
entre alguna que otra broma, no transcurrió un largo rato hasta que sin
pensarlo demasiado, por acto reflejo, nos dispusimos a caminar Rambla abajo,
disfrutando de aquella noche de primavera y de reencuentro. No podía evitar
sonreír.
La
noche iba pasando entre tapas, cervezas y risas. Más tarde, bombas de fuego en
forma de chupitos a los que fui invitado incontable de veces. Las ventajas de
conocer al dueño. No quería pasarme con el alcohol, sabía qué hacía tiempo que
no bebía así que me controlé bastante bien; cabe decir, que se perfectamente
encontrar el equilibrio perfecto para disfrutar de una velada cuando las bebidas
espirituosas se cruzan en mí camino. Eso sí, un espíritu labrado a base de
muchas noches sufridas y tristes e inoportunas. Era sábado, con la tranquilidad
que otorga saber que el metro abría toda la noche, decidimos finalizar la cita
a sabiendas que no quedaba mucho para sofocarnos con el astro rey, que ya
asomaba en un cielo azulado y sin estrellas. Nos despedimos con abrazos y
apretones de manos y cada uno tomó su camino. A algunos los abandonamos a su
suerte cabe decir. Ya eran mayorcitos para apañárselas.
Una
vez en el vagón me impresionó sentarme y no ver a nadie, bueno sí, habían dos
extranjeros durmiendo la papa en el vagón contiguo, nórdicos, una botella de
Jack Daniels asomaba entre la gabardina de uno, ya sin tapón y en el vértice
exacto de su mano para que no ser vertiera el poco contenido que había sobrado;
bailaba en el fondo de la misma al compás de la vía de metro. Entre el sonido
inconfundible de las vías y “propera
parada, Passeig de Gracia” me conecte los cascos del iPhone y escuché algo de
música para amenizar el trayecto, tan inusualmente solitario para ser sábado.
Como un fantasma, subió una figura envuelta en una chaqueta con un gorro de
lana cubriendo sus facciones, sin embargo, se distinguían perfectamente cayendo
unos mechones de cabello rubio. Se sentó justo delante de la línea de asientos
contiguos, delante de mí, un asiento o dos a la izquierda, no recuerdo muy
bien, la cuestión es que se bajo el gorro que recubría su cabello, y entre
plumas, recorrían las costuras de una mujer de tez blanca, deslizándose
suavemente entre mechones de oro y plata, unos ojos grises me miraron y me sonrieron plácidamente, desde ese día se
borraron todas mis sospechas sobre hablar con la mirada. Se me entrecorto la
respiración y me dije susurrando –mantén la calma, es muy guapa pero no te
pongas nervioso- y lo único que exteriorice de manera involuntaria a su gesto,
fue otra media sonrisa bastante forzada. O eso me pareció a mí. Apagué los cascos
y recogí los auriculares. Me quede helado al ver que ella se dirigía a mí con
un tono dulce, con un acento extraño y muy fluido.
Parecía
muy segura, impropio de lo que estaba acostumbrado, pues solía ser yo el que
adoptaba el rol de chico seguro. Era mi secreto para romper mí inseguridad.
Ella, me lo arrebato desnudándome y citando una pregunta con voz fina y dulce.
Había un hermoso brillo en sus ojos.
-¿Verdad
que es bonita? Me extrañe ante tal interrogación, ella, enfatizando mi desconcierto
y sin que mediara palabra alguna, concluyó –Gaudí, la estación de Gaudí, Siempre
me fijo al pasar, sobretodo en navidad, ojala no hubiera sido olvidada-. ¿La
parada de Gaudí? ¿Era posible que una chica que no conocía estuviera intentando
quedarse conmigo? Era cierto, prácticamente no conocía la mayoría de paradas
del metro de Barcelona, pero, no existía ninguna parada con ese nombre en el
centro, hasta ahí llegaba.
–¿Perdona?
Pues no conozco esa parada-. Me quede embobado con sus ojos.
–Está
justo detrás de ti-. El tren estaba en marcha y me giré sin muchas
expectativas, estaba todo oscuro pero unas pocas luces de emergencia me indicaban
que alguna estructura había allí, rápidamente volvimos a la más profunda
oscuridad. -¿La has visto?-. Y me volvió a
sonreír. Su mirada me hizo sentir incomodo, pues su presencia inundaba
todo el vagón. “Propera parada, Sagrada
Familia”.
–Me
bajo aquí, me llamo Ana.
-Encantado,
conseguí articular. Yo…, pero para entonces ya era tarde y el leve tintineo del
cierre de puertas diluyo mis palabras, y mis pensamientos.
Y
sin que me diera tiempo de presentarme ella salió del vagón. Llegando a mi
estación, y aun pensando en la extraña situación que acababa de vivir, un
fuerte golpe desvaneció mi ensoñación. La botella de Jack Daniel que sujetaba
torpemente aquel individuo había caído al suelo. Los dos extranjeros seguían
durmiendo. Y la botella rodaba y rodaba mientras se vertían las últimas gotas.
Aquella
mañana me desperté tarde, habían transcurrido varios días del incidente y no
podía de dejar de recordar afablemente y con cierta melancolía mi pequeño
encuentro. Al pasar por su parada, me sobrecogía una expectación impropia, que
hacía que mis ojos se clavaran en la puerta del vagón, esperando a que asomara
por allí su presencia. Empecé a pensar si, quizá, no había sido sino más que el
fruto de mi imaginación.
Me
dirigía al trabajo, era la diada de San Jordi, y las calles estaban engalanadas
con sus mejores prendas; olor a libros antiguos, olor a rosas en constante
movimiento, cambio de manos, sonrisas y besos, promesas de amor, promesas de
toda índole. Continué calle abajo sumergido en el ambiente y pasando
desapercibido entre la muchedumbre. Me deje llevar y me refugié del gentío en
una pequeña tienda de libros antiguos e independientes, había una pegatina
señalando “oferta especial” y la puerta estaba adornada humildemente con una senyera y una frase; “un bon grapat de roses porto a les meves mans; els petals, son les
paraules. Cada paraula es un gracies, per la vostra amistad”. Abrí la
puerta y un silencio bíblico inundo el ambiente. Después del entorno ruidoso de
la calle, entrar allí era impactante. Se respiraba un trato muy especial por
los libros, mucho cariño por los detalles, como de antaño. Quién sabe si años,
cientos, de una tienda de barrio, que por arte de magia, aun se conservaba en
una sociedad degradada por la electrónica y donde el papel, se había relegado a
un plano menor.
Después
de ojear detenidamente y apreciar la tapa dura de libros antiguos que jamás
había visto, uno me atrajo llamándome la atención; era antiguo y en las letras
resaltaba la imprenta de años atrás, como si de la mismísima época de oro se
tratase; se titulaba “L’avinguda de la...”
-“L’avinguda
de la llum”- escuché con una voz dulce, tan dulce que inmediatamente se me
erizó la piel y el corazón, me dio un vuelco. Estaba a mi lado. – La escribió
mi abuelo, era arquitecto de la línea de metro de Barcelona, y escritor. Era
ella, Ana, no lo podía creer, la coincidencia de aquella tarde fue la más
increíble que nunca había vivido en toda mi vida.
–Pensaba
que no te iba a volver a ver- mi respuesta fluyó rápido, antes de que mi
consciente intermediará y pensé que si tal vez fui algo brusco -. Ella, amagó
con una sonrisa y continuó hablando, era tan dulce…
-Hay
muchos secretos que no entendemos, y eso es lo que nos hace tener miedo, podría
ser una buena contraportada para el libro de mi abuelo, el no creía en esas
cosas-. Lo dijo con una expresión triste. Tenía un aire especial, como de otra
época.
-Me
lo quedo-. Ella, devolviendo su mirada, levantando sutilmente la cabeza y su ánimo
me lo entregó y lo cobró. –Me llamo Ferrán- le dije-. Mientras, ella elaboraba
las gestiones de cobro-. Le di las gracias y me dispuse a marchar, tenía que
trabajar y ya me había entretenido suficiente. – ¿Cuándo te volveré a ver?- me
atreví a decir-. Esperé su gesto y su respuesta. Me miró, como si esperase que
pronunciara aquellas palabras.
-Vuelve
mañana a las 10, cuando cierro la tienda, te puedo enseñar algunos secretos-.
Sonrió.
El
día transcurrió en una especie de nebulosa de ilusión que no dejaba centrarme
en mis quehaceres. Era una especie de felicidad contenida, no sabía muy bien
porque, pero no conseguía olvidarme de su sonrisa ni de la sonoridad de sus
palabras, suaves y dulces. A sabiendas de lo que experimentaba me dejé llevar,
hacía ya tiempo que me abandonaba a las causas pensando que ya había perdido
suficiente al cuestionarme si debía o no debía dejar de sentir lo que me pedía
el simple momento.
Al
poco que quise, el tiempo de volver a verla se acercaba más y más, y ya apenas,
quedaba media hora para poder verla. Ya estaba en el metro, contando las
paradas. Me imaginaba como sería aquella tarde con ella. Alguien me dijo una
vez que los sitios siempre cambian, por mucho que hayas estado antes, pues la
compañía de las personas los hace diferentes. Y ella, era muy diferente a lo
que conocía, pero, lo que no sabía es que aun viviendo en Barcelona, iría a un
lugar totalmente desconocido para mí.
Mientras
caminaba por el empedrado del paseo me volví a dejar por la dulce atmosfera que
suponían las luces y el ambiente arrebatadamente bohemio y moderno que poseía
la ciudad. Me la encontré cerrando el local, agachada, acabando de bloquear
la puerta, un segundo después, giró la
cabeza, me miro con sus ojos iluminados – justo a tiempo- sonrió.