jueves, 20 de junio de 2013

L'avinguda de la llum - Parte I

Aqui os dejo un relato que por algún motivo inconsciente no puedo continuar, estoy seguro de que continuará cuando la misma historía me lo pida. Espero que os guste.

Saludos

L’avinguda de la llum – Parte I


Era una noche fría para ser el mes de Abril, había quedado con unos amigos de la facultad. Paseaba entre luces y abrigos de toda clase por el Paseo de Gracia de Barcelona, la cita era en la parada de Plaza Catalunya, justo enfrente de las Ramblas. El plan era perderse por las calles del Borne tomando unas copas para luego abandonarnos a la suerte y a la magia de sus calles. Y allí, entre decenas de acentos diferentes y gentes del mundillo del estraperlo, me encontré en un corralito a toda la pandilla. Entre el gentío –Ya era hora Ferrán, estábamos a punto de llamarte- exclamaron. Después de saludar más o menos cordialmente y entre alguna que otra broma, no transcurrió un largo rato hasta que sin pensarlo demasiado, por acto reflejo, nos dispusimos a caminar Rambla abajo, disfrutando de aquella noche de primavera y de reencuentro. No podía evitar sonreír.

La noche iba pasando entre tapas, cervezas y risas. Más tarde, bombas de fuego en forma de chupitos a los que fui invitado incontable de veces. Las ventajas de conocer al dueño. No quería pasarme con el alcohol, sabía qué hacía tiempo que no bebía así que me controlé bastante bien; cabe decir, que se perfectamente encontrar el equilibrio perfecto para disfrutar de una velada cuando las bebidas espirituosas se cruzan en mí camino. Eso sí, un espíritu labrado a base de muchas noches sufridas y tristes e inoportunas. Era sábado, con la tranquilidad que otorga saber que el metro abría toda la noche, decidimos finalizar la cita a sabiendas que no quedaba mucho para sofocarnos con el astro rey, que ya asomaba en un cielo azulado y sin estrellas. Nos despedimos con abrazos y apretones de manos y cada uno tomó su camino. A algunos los abandonamos a su suerte cabe decir. Ya eran mayorcitos para apañárselas.

Una vez en el vagón me impresionó sentarme y no ver a nadie, bueno sí, habían dos extranjeros durmiendo la papa en el vagón contiguo, nórdicos, una botella de Jack Daniels asomaba entre la gabardina de uno, ya sin tapón y en el vértice exacto de su mano para que no ser vertiera el poco contenido que había sobrado; bailaba en el fondo de la misma al compás de la vía de metro. Entre el sonido inconfundible de las vías y “propera parada, Passeig de Gracia” me conecte los cascos del iPhone y escuché algo de música para amenizar el trayecto, tan inusualmente solitario para ser sábado. Como un fantasma, subió una figura envuelta en una chaqueta con un gorro de lana cubriendo sus facciones, sin embargo, se distinguían perfectamente cayendo unos mechones de cabello rubio. Se sentó justo delante de la línea de asientos contiguos, delante de mí, un asiento o dos a la izquierda, no recuerdo muy bien, la cuestión es que se bajo el gorro que recubría su cabello, y entre plumas, recorrían las costuras de una mujer de tez blanca, deslizándose suavemente entre mechones de oro y plata, unos ojos grises me miraron y  me sonrieron plácidamente, desde ese día se borraron todas mis sospechas sobre hablar con la mirada. Se me entrecorto la respiración y me dije susurrando –mantén la calma, es muy guapa pero no te pongas nervioso- y lo único que exteriorice de manera involuntaria a su gesto, fue otra media sonrisa bastante forzada. O eso me pareció a mí. Apagué los cascos y recogí los auriculares. Me quede helado al ver que ella se dirigía a mí con un tono dulce, con un acento extraño y muy fluido.

Parecía muy segura, impropio de lo que estaba acostumbrado, pues solía ser yo el que adoptaba el rol de chico seguro. Era mi secreto para romper mí inseguridad. Ella, me lo arrebato desnudándome y citando una pregunta con voz fina y dulce. Había un hermoso brillo en sus ojos.

-¿Verdad que es bonita? Me extrañe ante tal interrogación, ella, enfatizando mi desconcierto y sin que mediara palabra alguna, concluyó –Gaudí, la estación de Gaudí, Siempre me fijo al pasar, sobretodo en navidad, ojala no hubiera sido olvidada-. ¿La parada de Gaudí? ¿Era posible que una chica que no conocía estuviera intentando quedarse conmigo? Era cierto, prácticamente no conocía la mayoría de paradas del metro de Barcelona, pero, no existía ninguna parada con ese nombre en el centro, hasta ahí llegaba.
–¿Perdona? Pues no conozco esa parada-. Me quede embobado con sus ojos.

–Está justo detrás de ti-. El tren estaba en marcha y me giré sin muchas expectativas, estaba todo oscuro pero unas pocas luces de emergencia me indicaban que alguna estructura había allí, rápidamente volvimos a la más profunda oscuridad. -¿La has visto?-. Y me volvió a  sonreír. Su mirada me hizo sentir incomodo, pues su presencia inundaba todo el vagón. “Propera parada, Sagrada Familia”.
–Me bajo aquí, me llamo Ana.
-Encantado, conseguí articular. Yo…, pero para entonces ya era tarde y el leve tintineo del cierre de puertas diluyo mis palabras, y mis pensamientos.

Y sin que me diera tiempo de presentarme ella salió del vagón. Llegando a mi estación, y aun pensando en la extraña situación que acababa de vivir, un fuerte golpe desvaneció mi ensoñación. La botella de Jack Daniel que sujetaba torpemente aquel individuo había caído al suelo. Los dos extranjeros seguían durmiendo. Y la botella rodaba y rodaba mientras se vertían las últimas gotas.
Aquella mañana me desperté tarde, habían transcurrido varios días del incidente y no podía de dejar de recordar afablemente y con cierta melancolía mi pequeño encuentro. Al pasar por su parada, me sobrecogía una expectación impropia, que hacía que mis ojos se clavaran en la puerta del vagón, esperando a que asomara por allí su presencia. Empecé a pensar si, quizá, no había sido sino más que el fruto de mi imaginación.

Me dirigía al trabajo, era la diada de San Jordi, y las calles estaban engalanadas con sus mejores prendas; olor a libros antiguos, olor a rosas en constante movimiento, cambio de manos, sonrisas y besos, promesas de amor, promesas de toda índole. Continué calle abajo sumergido en el ambiente y pasando desapercibido entre la muchedumbre. Me deje llevar y me refugié del gentío en una pequeña tienda de libros antiguos e independientes, había una pegatina señalando “oferta especial” y la puerta estaba adornada humildemente con una senyera  y una frase; “un bon grapat de roses porto a les meves mans; els petals, son les paraules. Cada paraula es un gracies, per la vostra amistad”. Abrí la puerta y un silencio bíblico inundo el ambiente. Después del entorno ruidoso de la calle, entrar allí era impactante. Se respiraba un trato muy especial por los libros, mucho cariño por los detalles, como de antaño. Quién sabe si años, cientos, de una tienda de barrio, que por arte de magia, aun se conservaba en una sociedad degradada por la electrónica y donde el papel, se había relegado a un plano menor.

Después de ojear detenidamente y apreciar la tapa dura de libros antiguos que jamás había visto, uno me atrajo llamándome la atención; era antiguo y en las letras resaltaba la imprenta de años atrás, como si de la mismísima época de oro se tratase; se titulaba “L’avinguda de la...”
-“L’avinguda de la llum”- escuché con una voz dulce, tan dulce que inmediatamente se me erizó la piel y el corazón, me dio un vuelco. Estaba a mi lado. – La escribió mi abuelo, era arquitecto de la línea de metro de Barcelona, y escritor. Era ella, Ana, no lo podía creer, la coincidencia de aquella tarde fue la más increíble que nunca había vivido en toda mi vida.

–Pensaba que no te iba a volver a ver- mi respuesta fluyó rápido, antes de que mi consciente intermediará y pensé que si tal vez fui algo brusco -. Ella, amagó con una sonrisa y continuó hablando, era tan dulce…
-Hay muchos secretos que no entendemos, y eso es lo que nos hace tener miedo, podría ser una buena contraportada para el libro de mi abuelo, el no creía en esas cosas-. Lo dijo con una expresión triste. Tenía un aire especial, como de otra época.

-Me lo quedo-. Ella, devolviendo su mirada, levantando sutilmente la cabeza y su ánimo me lo entregó y lo cobró. –Me llamo Ferrán- le dije-. Mientras, ella elaboraba las gestiones de cobro-. Le di las gracias y me dispuse a marchar, tenía que trabajar y ya me había entretenido suficiente. – ¿Cuándo te volveré a ver?- me atreví a decir-. Esperé su gesto y su respuesta. Me miró, como si esperase que pronunciara aquellas palabras.
-Vuelve mañana a las 10, cuando cierro la tienda, te puedo enseñar algunos secretos-. Sonrió.
El día transcurrió en una especie de nebulosa de ilusión que no dejaba centrarme en mis quehaceres. Era una especie de felicidad contenida, no sabía muy bien porque, pero no conseguía olvidarme de su sonrisa ni de la sonoridad de sus palabras, suaves y dulces. A sabiendas de lo que experimentaba me dejé llevar, hacía ya tiempo que me abandonaba a las causas pensando que ya había perdido suficiente al cuestionarme si debía o no debía dejar de sentir lo que me pedía el simple momento.

Al poco que quise, el tiempo de volver a verla se acercaba más y más, y ya apenas, quedaba media hora para poder verla. Ya estaba en el metro, contando las paradas. Me imaginaba como sería aquella tarde con ella. Alguien me dijo una vez que los sitios siempre cambian, por mucho que hayas estado antes, pues la compañía de las personas los hace diferentes. Y ella, era muy diferente a lo que conocía, pero, lo que no sabía es que aun viviendo en Barcelona, iría a un lugar totalmente desconocido para mí.
Mientras caminaba por el empedrado del paseo me volví a dejar por la dulce atmosfera que suponían las luces y el ambiente arrebatadamente bohemio y moderno que poseía la ciudad. Me la encontré cerrando el local, agachada, acabando de bloquear la  puerta, un segundo después, giró la cabeza, me miro con sus ojos iluminados – justo a tiempo- sonrió.


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