Erase una vez un ángel que vivía una apacible vida eterna saltando
de nube en nube, jugando con su perro y sus amigos. No entendía de obligaciones
ni sufrimientos. Pues la vida allí era infinita y la energía irradiaba siempre
alrededor.
Todo comenzó un día como otro cualquiera, cansado por la
monotonía, le hablaron de unas criaturas singulares y débiles que le
fascinaban. Unos personajes un tanto especiales que vivían allí abajo en lo
terrenal. El, un chiquillo con inquietudes fuera de lo normal, tenía mucha
curiosidad por ese mundo que le estaba prohibido. Pues los ángeles debían de clamar
por la seguridad de los hombres y nunca mezclarse ni dejarse ver. Una tarde,
escondido entre la puesta de sol, bajo la aterciopelada nube naranja de aquel
atardecer, adopté forma humana. Más que nada para curiosear y ver que se cocía
allí abajo. Era noche cerrada y se mezcló entre las sombras.
Probó los vicios más recónditos del ser humano y experimento
el dolor, la tristeza, la felicidad e incluso tuvo oportunidad de saborear el
sexo, pues los ángeles carecían de él. Su vida dio un vuelco y decidió entregarse
a los placeres. Era extraño. Allí abajo se sentía perdido. Su vida plena ya no
era tal y comprendió que lo que el sentía como algo normal, en ese nuevo mundo
era lo más anhelado. Le faltaba lo que todos deseaban; la felicidad, lo
llamaban. Fue cuando comprendió que la tal felicidad era un simple estado
interrumpido de la vida diaria. Superflua y finita en la mayoría de ocasiones. Suponía
la más codiciada delicia entre los mortales. Pues la inmortalidad, tan normal
como la vida misma, la dieron por pérdida hace ya tiempo y cabe decir, que la efeméride
de la misma, era la envidia de los dioses. Lo más extraño de todo; empezó
sentir la necesidad de encontrar la felicidad y de conseguirla a cualquier
precio.
Entró en un bar y le preguntó a un señor con barba negra y
pelo rizado. Camisa abierta y semejante descolocado. – ¿Caballero, podría usted
indicarme dónde puedo encontrar la felicidad?- pregunté con aire apesadumbrado-.
Ese hombrecillo servía copas de cristal con alguna substancia
líquida semejante al color cobre. Aunque era adorada como el oro mismo entre
los clientes. Aquel hombre era el más idolatrado en aquel oscuro bar de mala
muerte, todos le hablaban, le pedían favores y todo el mundo le respetaba.
Seguro de que tenía mi respuesta, me apresuré a pedir consejo. Mientras tanto, aquel demonio disfrazado de
barista me sirvió una copa de alguna
substancia llamada Whiskey como asomaba en la etiqueta. Después de un largo
rato el joven ángel se dejó caer sobre la barra de roble y empezó a no querer
irse nunca de aquella maravillosa taberna, que ahora la idealizaba en sus
sueños.
Allí estaba el ángel alicaído. Tejiendo ideas de como pasar
la tarde que le había tocado vivir. Desfallecido por la intoxicación etílica y
las drogas condescendientes. Escuchaba una sutil melodía que le transportaba
volando a sus recuerdos de sus días en el reino celestial. Era la única manera
que tenía el joven ángel de viajar. Pero al fin había encontrado su camino, un
camino sin retorno. Se dijo que jamás dejaría que ninguna alma en pena pasaría
una noche de tristeza y dolor siempre y cuando la pasara bebiendo en un bar. El
otro día lo vi y me pedio que contará su historia, pero que no se engañasen,
tantos años postrado en la barra aprendió que solo el sufrimiento por amor merecía su
presencia.
Saludos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario